Capituló el coloso, pero en todos sus marinos quedó el sabor dulce de la batalla combatida con honor y arrojo. El 21 de octubre de 1805, a las puertas del cabo de Trafalgar, el San Ildefonso demostró por qué era el orgullo de la Armada rojigualda. Templado en fuego, raudo en las aguas, el navío de línea que revolucionó la construcción naval española de finales del XVIII se batió durante cinco horas contra cinco bajeles de la Royal Navy al son de una sinfonía de cañones. Había pedido su capitán, don José de Vargas y Varáez, «no arriar la bandera hasta el último extremo», y vaya si se cumplió.
Aquella fue la última batalla bajo pabellón español del San Ildefonso. Atrás dejó dos décadas de victorias y un puñado de hermanos construidos a su imagen y semejanza. Porque sí, su diseño mejoró a tal nivel las prestaciones de los antiguos navíos de línea, que la Monarquía Hispánica ensambló otros siete similares: los llamados ‘Ildefonsinos’. Digno legado de un buque que hoy, más de dos siglos después, ha vuelto a servir de modelo; aunque para un cuadro, el que Augusto Ferrer-Dalmau ha elaborado bajo la tutela del Instituto de Historia y Cultura Naval (IHCN) de la Armada. «Transformó la flota de la época y, ahora, su recuerdo perdurará para siempre», explica el artista a ABC.
El pintor de batallas se muestra entusiasmado como pocas veces. En primer lugar, por volver al tema marítimo. Y, en segundo término, porque este es el primer lienzo que ha elaborado con la ayuda de uno de los artistas del Taller de la Fundación Ferrer-Dalmau. «Yo he hecho el boceto y he comenzado el cuadro. Mi alumno, Alejo, me ha ayudado a pintar algunas figuras y una infinidad de detalles. Ha sido una experiencia magnífica que se repetirá, porque tenemos propuestas muy bonitas para el futuro», explica. Por el momento, ambos están dando los últimos detalles a la obra antes de la presentación, que se hará en el Museo Naval de Madrid a lo largo de los próximos meses.
Orgullo de ingeniero de la Armada
El lienzo emana el olor a madera que acompañaba a los trabajadores encargados de dar vida a los buques de Su Majestad. Nos cuenta el contralmirante Antonio González García, Director de Infraestructura de la Armada, que la escena se desarrolla en el Arsenal de Cartagena: «Allí se le colocó la quilla en mayo de 1784, y allí permaneció hasta que fue botado el 22 de enero de 1785». Ha estudiado durante años el San Ildefonso, los pormenores de la construcción naval de los siglos XVIII y XIX y la historia del Cuerpo de Ingenieros; qué mejor asesor histórico para un cuadro que anhela convertirse en una instantánea del pasado.
El IHCN acudió a Ferrer-Dalmau tras el 250 aniversario del Cuerpo de Ingenieros de la Armada, fundado el 10 de octubre de 1770. Buscaba rememorar un momento clave de su historia, y tenía claro que debía ser la construcción del San Ildefonso. Aunque también portaba un reto para el pintor de batallas. «Queríamos reflejar en el cuadro todas las funciones que nos asignó Carlos III: construir y carenar –mantener– navíos; dirigir obras civiles e hidráulicas –de puertos, muelles…– y explotar los bosques ubicados a 25 leguas de la costa y de los ríos navegables para obtener madera», añade González. La última, recuerda, es la menos conocida: «La Armada fue la responsable de ello hasta 1833, incluyendo la responsabilidad de plantar árboles para evitar la deforestación».
En el cuadro, bautizado como ‘Preparación de la botadura del navío San Ildefonso‘, no falta ni una. Están el buque en la grada del astillero; el muelle bullendo de actividad y, en palabras de González, «varios montones de madera que evocan aquella función forestal» por la que la historia ha pasado de puntillas. Y todo medido al detalle. «Estamos haciendo una obra en el arsenal, hoy en funcionamiento, y disponemos de los cortes estratigráficos del suelo. Eso nos ha permitido conocer cuál era el color exacto que tenía en 1785», añade el contralmirante. Amén del edificio que aparece en el lienzo –«que todavía existe»–, los uniformes de los personajes o el diseño del casco.
Ferrer-Dalmau ha sido igual de minucioso. Decidido a no cometer el más mínimo error, solicitó una maqueta en miniatura del San Ildefonso para que hiciera las veces de modelo. «Como siempre, se la pedí a Curro Aguado. Es fundamental para calcular las proporciones y dibujar la perspectiva. También encargue a KronprinzToy unas pequeñas figuras a escala; son los mejores», sentencia.
Secretos y curiosidades
De ese ‘ten con ten’ entre pintor y asesor brotaron mil detalles históricos de los que uno y otro se sienten orgullosos. Ferrer-Dalmau, por ejemplo, quiso honrar a la Infantería de Marina incluyendo a uno de sus miembros en la escena. «Está a la derecha, es el que porta el correaje», explica el pintor. González, por su parte, esboza una sonrisa al desvelar una de sus curiosidades predilectas: «El barco aparece en el cuadro sin mástiles; lógico, porque la arboladura –los palos y las velas– se ponía cuando ya estaba flotando. Lo que tiene son tres pequeñas astas en las que, el día de la botadura, se colocaban tres banderas». La última es algo escabrosa: «El interior del barco se pintaba de color rojo para disimular la sangre».
La pareja se guarda el mejor secreto para el final. En el centro del muelle, de espaldas, frente a una mesa, se halla el cerebro de todo el plan; el personaje gracias al cual el San Ildefonso aventajó a sus hermanos en las aguas. «Es José Joaquín Romero y Fernández de Landa, por entonces, Ingeniero General de la Armada en funciones», apostilla González. Nacido en Huelva allá por 1735, este personaje supo conjugar todas las ventajas que ofrecían los diseños de navíos de línea de las últimas décadas y alumbrar uno definitivo. Alumno aventajado de Francisco Gautier, su predecesor en el cargo, presentó los planos en 1784 y prometió que, si se fabricaba, sería el rey de los mares.
Aquel prototipo era el San Ildefonso, y no se ganó las loas por la gracia de Su Majestad. «Cuando se entregó fue sometido a una serie de pruebas en las que se le comparó con otros barcos de la generación anterior», añade el contralmirante. Su adversario fue el San Juan Nepomuceno, diseñado por Gautier, y los resultados fueron apabullantes. José de Mazarredo, Teniente General de la Armada, confirmó en un informe que aventajaba «al San Juan en más de un nudo de bolina, en popa y a un largo» y que su gobierno era «finísimo tanto para orzar como para arribar». La conclusión fue tajante: «El Rey ha hecho un hallazgo de infinito precio en la construcción de este navío».
Veloz y estable
González añade además que «la relación eslora-manga del San Ildefonso mostraba mejor ventaja táctica». En la práctica, y para los que somos legos en la materia, esta característica le hacía más estable que sus hermanos mayores. «En la época se disparaba cuando los cañones del navío, que balanceaba a babor y estribor por el oleaje, apuntaban al enemigo. Eso era muy complejo si balanceaba de una forma rabiosa porque los cañones apenas tenían un pequeño ajuste de elevación», incide. Con todo, la retahíla de ventajas era tan larga como páginas tenía el informe de Mazarredo, cada una más técnica que la anterior.
Este buque fue, en definitiva, la obra culmen de Romero Landa, pero no la única. Al final de su vida, y a pesar de que arrastró consigo un sinfín de problemas de salud, había diseñado genialidades como el Santa Ana, de 112 cañones, o un modelo de fragata cuyo primer ejemplar fue botado con el nombre de Santa Casilda. «Esta última está en el cuadro, al fondo. Como no podía entrar a puerto con las velas desplegadas, aparece arrastrada por dos botes», explica González. El trago más amargo que tuvo que soportar el ingeniero fue ver cómo los ingleses se hacían con su querido San Ildefonso tras la batalla de Trafalgar para, después, cambiarle el pabellón y entregárselo a la Royal Navy. ¿Un desastre? Más bien, el testimonio de que hasta la Pérfida Albión envidiaba su diseño. Se quedaron con la obra, pero no con el maestro.
Autor del artículo: MANUEL P. VILLATORO – 19.08.2023