La Isla de la Mujer Dormida

Manuel J. Pérez Lorenzo es doctor en Derecho, abogado en ejercicio desde hace más de treinta años y empresario. Ha colaborado como articulista en La Paseata y ha publicado con anterioridad dos obras: Los Pecados de la Audiencia Nacional (Arcopress, 2005) y Los Héroes de Yakutia (Delta-Ediciones 2021).

Leer a Arturo Pérez-Reverte, cuando escribe más para él, incluso, que para su público, siempre me sumerge en una especie de anomalía espaciotemporal, en la que da igual el lugar en el que me encuentre o el tiempo que transcurra: siempre me contemplo en un salón con luz lo suficientemente ténue como para esconderme del afuera y lo necesariamente fuerte como para poder leer, con chimenea y perro, un buen habano y una copa razonable de tequila ‒a ser posible añejo‒ o de whisky ‒a ser posible bourbon‒, y, eso sí, sin agua y sin hielo, como hacemos los tipos duros que, también y como todo el mundo sabe, tomamos el café negro y nos afeitamos sin espuma.


Tengo chimenea y perro, fumo un puro muy de vez en cuando y también me pincho un trago de tequila o de whisky como la protagonista de La Isla de la Mujer Dormida se mete una dosis de lo suyo, cuando busco una pequeña porción de olvido, o, al contrario ‒no estoy muy seguro‒, cuando quiero recordar más vívidamente. Esto, por lo que se refiere al lugar. En cuanto al tiempo, simplemente me lo para o, al menos y seguro, me lo enlentece; lo cual está muy bien para los que ya no tenemos tanto y la alternativa a su velocidad parece que solamente es hacernos grises y aburridos (–Doctor, ¿si dejo el sexo, la comida, el tabaco y el alcohol, viviré más tiempo. –No, pero se le va a hacer muuuyy largo). Tarde o temprano, pensó Katelios, llega un momento en que miras tu futuro y sólo ves el pasado.

Tuve esa sensación con su insuperable El Tango de la Guardia Vieja, y lo he tenido de principio a fin con su última creación, La Isla de la Mujer Dormida. Siempre he pensado que Arturo Pérez-Reverte a veces cuenta historias y para ello se sirve de personajes, y a veces muestra personajes y para ello se sirve de historias. Creo que éste es el caso de su última novela. Y, por cierto, debo confesar que me hace cierta gracia socarrona ver cómo las listas de los libros más vendidos asignan las novelas a la columna de ficción, cuando, en novelas como la de marras, la ficción es solamente la excusa para mostrar la no ficción: no hay nada tan real como aquello de lo que están hechos el barón Katelios y, sobre todo, su esposa Lena.

Dicen las malas lenguas que, en los grandes premios literarios, el bueno de verdad es el finalista y no el ganador. En fin, seguramente ese tipo de cosas mundanas de precios pagados y deudas que mueven los engranajes de las industrias y hasta de la misma vida. Pues, como si así fuera, cuando, en vez de contar historias a través de personajes, nos enseña personajes con la coartada de una historia, sus protagonistas reales son siempre actores secundarios. No quiero decir con ello sólo que el verdadero protagonista no sea casi siempre el que lo parece ‒que también‒, sino que el protagonista se convierte en observador y fedatario de aquéllos que verdaderamente quiere enseñarnos.

El dizque protagonista de la historia de La Isla de la Mujer Dormida, ese tipo y su misión, alto, fuerte, Miguel Jordán Kyriazis, con ojos azules equívocamente ingenuos ‒totalmente equívocamente‒ y rostro de sonrisa fácil ‒que nunca sonríe‒, funciona de receptor por el se que nos muestra quiénes son, cómo son y cómo sienten y piensan los verdaderos animales literarios de la novela. Miguel Jordán es el hombre que se ve arrastrado por una vida que no mira por sus recipientes humanos ni tampoco da explicaciones: un matrimonio que no buscaba, una guerra que no eligió, una misión que le impusieron y, finalmente, una mujer con un acantilado justo al borde de sus ojos, lleno de dolor y una atroz desesperanza al que le arrastraba y del que no estaba seguro de salir indemne. Un fulano comedido y tranquilo, peligroso si hace falta como los que no hacen ruido, y con la suerte de tener siempre algún deber que cumplir en la recámara ‒algo muy analgésico y masculino, le dijo Lena‒. Alguien que nunca ha pensado cómo era, que nunca responde con un sí o un no, sino con un podría ser, y que sabe sonreír cuando lo llevan al cadalso,sea el mar o una mujer. Alguien carente de certezas, sereno y que solamente concede al relato un poco de sí, cuando esa mujer le empuja a hablar y a pensar, desabrigándole como un sacachorchos. Lo demás es parte de la historia, no de él.

El barón y Lena son lo que Arturo Pérez-Reverte quiere contar de verdad. Sobre todo, la última. Katelios es un hombre que soporta el presente como una condena de su pasado. Su paz interior, diría su resignación, proviene de un ajuste de cuentas del hoy con el ayer. Es alguien que perdió el camino que le llevó a la Isla de la Mujer Dormida y que no ve si continúa más adelante, pero que lo transita con calma y una paz serena, consecuencia de lo que, en el fondo, considera un juicio justo y una pena merecida, porque sabe que no puede indultarse llegar tarde al corazón de una mujer, cuando ella ya ha dado el suyo. No puede perdonarse su historia de amor desacompasado con Lena; y ella tampoco se lo perdona. Katelios somos aquéllos que la lucidez inevitable de los años nos convierte en observador pasivo e indiferente.

Lena no es una mujer, es una hembra, esa fuerza de la naturaleza atávica que nos hace a los hombres, no ya simples testigos, sino una suerte de esclavos que, como Fernando Fernán Gómez en su genial Stico, queremos serlo, o como Jordán se resiste hasta que cae en la cuenta de que, en realidad, no quería resistirse en absoluto. La única tentación seria es la mujer. Fuera del arte, de la filosofía, no hay más que la mujer, como cita a Leopoldo Alas, de su Aprensiones. Sobre todo, en esos momentos eternos en que te escucha como si uno fuese el único hombre sobre la tierra. Cuando Lena le dice a Jordán, a cuenta de una canción francesa, que no todos los días se tienen veinte años, me parece oir a la Dietrich y su ojalá pudiera marcharme y volver hace veinte años, y, entonces, se traslucen en medio de esa luz griega mediterránea, el dolor de las heridas, la turbulencia y el desarraigo que han vivido tantas lenas en este mundo construido por hombres.

A Katelios, por los tiempos de antaño que obligaban más que los nuevos, solamente le quedaba la necesidad de dejar claro quién fue. Lena, sin embargo, cuando escapaba, aprovechaba para brindar por todo aquello que no había sido.

Como entonces el rebético griego prohibido, casi así habrían de estarlo estas novelas como heridas que nos rasgan por dentro y nos devuelven a cuando éramos soldados siempre con un deber que cumplir, y a cuando éramos jóvenes e inmortales y frecuentábamos tugurios, y mujeres y lugares peligrosos; historias que nos hacen marchar y tras las que, después, una vez leídas con miedo a acabarlas y ya devueltas a sus tapas, al despertar a nuestra cansada realidad y levantar la mirada sobre el camino, resulta que no hemos conseguido volver hace veinte años y seguimos aquí, dondequiera que sea eso.

Autor del artículo: Manuel J. Pérez Lorenzo  – 12.11.2024

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